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7 de mayo de 2007

Enrique Blanco, el rebelde

Escapado de manos de sus captores, el insurrecto se escondió en Monte Adentro, de donde era oriundo, para dar inicio a su epopeya. El régimen desató una búsqueda feroz del rebelde y desertor del Ejército, enviando patrullas constituidas por los militares más capaces. Muchos son los encuentros en los que su pericia como tirador y sus habilidades como guerrillero se combinan con la atribuida capacidad para convertirse en cualquier “animal del monte” cual mitológico “bacá”, sus “resguardos’ y el hecho que estaba “compuesto”, para que nunca lo atraparan. Durante los primeros 5 años de la cruenta dictadura, se paseó, participó en fiestas y creó fama que se transformó en creencia mística y admiración en toda la región del Cibao central. Muchos fueron los epítetos con que lo bautizó la dictadura y que los periódicos de la época publicaron: “malhechor, ladrón, asesino y gavillero, peligroso porque andaba armado y amenaza para la zona”, en noticias que sobre él deslizaba el gobierno. Le atribuyeron hechos que no cometió, para aumentar su carga de descrédito, que a la postre se volvió contra los que dirigieron esa campaña. Por el contrario, la gente entendía que no había matado sin motivo, no robaba, y no se supo que cometiera abusos contra los campesinos de la zona. Más bien lo admiraban, le veneraban y protegían, teniéndolo como buena paga, serio y valiente, atributos más que válidos para la admiración del hombre de campo. Acorralado, su padre asesinado, hermanos presos, agotado, hambriento y con los pies hinchados se suicidó con un disparo en la sien derecha, el 24 de noviembre de 1936, con casi 30 años de edad, en El Aguacate Arriba, en las lomas de Salcedo. Pidió a su amigo Delfín Álvarez que reportara que lo había matado y que cobrara la recompensa ofrecida por su captura. Vestía ropas dobles, las de abajo al revés, para “evitar la mala suerte”. Su cuerpo fue recuperado por soldados, sentado en la parte trasera de un camión pequeño y paseado por las calles de Moca y Santiago, sostenido por un militar a cada lado y exhibido como trofeo, difundiendo que había sido cazado, con ejemplar brutalidad, advertencia y escarmiento, como mensaje de qué pasaba a los que se atrevían a desafiar al gobierno de Trujillo. Su fama trascendió la campiña cibaeña, convirtiéndose en una leyenda nacional y su espíritu vive en los montes dominicanos junto a Caonabo, Lemba, Enriquillo, Duarte, gritando: ¡libertad, libertad, libertad!

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