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25 de abril de 2013


Las elecciones de 2016

tres meses antes de las presidenciales y legislatis, que se llevarán a cabo el tercer domingo de mayo. Sin embargo, la disposición transitoria decimocuarta de la carta fundamental expresa que dicha separación se iniciará solamente a partir de las elecciones de 2020. Ver PDF
Las prácticas culturales que arraigan aspectos nocivos de la democracia, como el clientelismo, la falta de transparencia o la corrupción no se resuelven exclusivamente con normas, pero sin éstas es prácticamente imposible llevar a cabo una genuina transformación”.
Esto significa que el 15 de mayo de 2016, que será el tercer domingo, se elegirán el mismo día unos 3,500 cargos (presidente, vicepresidente, legisladores y autoridades municipales), algo inédito en el país desde 1994.
¿Y por qué importa, desde ahora, pensar en las elecciones de 2016? Les doy tres razones entrelazadas.
Primero, porque la elección será política y logísticamente compvaleja, por lo que ‒dada la erosión de credibilidad que han sufrido nuestros pasados certámenes‒ resulta fundamental para el avance de nuestra democracia transitarla con un mayor grado de legitimidad. Podría argumentarse que los últimos resultados electorales han reflejado la realidad del voto emitido, pero sería inaceptable razonar que hubo equidad, transparencia o control de los actores políticos durante las interminables campañas.
Segundo, porque carecemos de una ley de partidos políticos que obligue a estos actores a democratizar sus procesos internos y a transparentar todo, incluyendo sus finanzas, como establece el artículo 216 de la Constitución. También carecemos de una ley que reglamente el sistema electoral en congruencia con las normas constitucionales de 2010 y que sustituya la desfasada ley electoral 275-97.
Y tercero, porque ha existido una complicidad entre los tres partidos que nos han gobernado en democracia (exceptuando el gobierno de Juan Bosch), que ha fomentado, a través del borrón y cuenta nueva, una cultura de impunidad. Por este motivo, entre otros, los déficits fiscales, una constante en años electorales desde 1966, han llegado en 2008 ‒pero en particular en 2012‒ a adquirir una magnitud sin precedentes; enquistándose en nuestro sistema político como un mal inevitable que la sociedad en su conjunto siempre termina pagando, sin que ningún político, nunca, reciba un castigo ejemplar por violar las leyes económicas y financieras que nos rigen.
En un excelente análisis titulado “Deuda Pública: El Caso de R.D.”, el economista Ernesto Selman, vicepresidente ejecutivo del CREES, dice que “el incremento reciente de la deuda pública es consecuencia de importantes déficit fiscales, principalmente durante los últimos cinco años”, y añade que en las campañas electorales de 2008 y 2012, se expandió el gasto público en 38% y 40%, respectivamente.
Desde 2000, los déficits han sido financiados, en parte, por aumentos tributarios, pero como señala Ernesto, “las siete legislaciones que incrementaron tasas de impuestos e introdujeron nuevas figuras impositivas (…) no generaron los ingresos fiscales suficientes para cubrir un cada vez mayor gasto público”, como estamos experimentado ya, en relación con el parche de 2012.
Las prácticas culturales que arraigan aspectos nocivos de la democracia, como el clientelismo, la falta de transparencia o la corrupción no se resuelven exclusivamente con normas, pero sin éstas es prácticamente imposible llevar a cabo una genuina transformación.
La ley de partidos políticos y la ley electoral, proyectos que avanzan lentamente en el Congreso, requieren un nivel de atención mayor de parte de los ciudadanos, pues los políticos dominicanos se han acostumbrado a una rendición de cuentas mínima y a no sufrir consecuencias cuando no cumplen con lo estipulado por la ley, como, por ejemplo, con los resultados de las auditorías de la Cámara de Cuentas sobre la disposición de la contribución económica del Estado a los partidos.
Existe una ventana de oportunidad de un año y medio, como máximo, para la aprobación de las leyes citadas. Si llegamos a las elecciones de 2016 sin su adopción, podrían darse las condiciones para una tormenta política “perfecta” y un déficit fiscal de proporciones épicas

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