Las elecciones de 2016
tres meses antes de las
presidenciales y legislatis, que se llevarán a cabo el tercer domingo de mayo. Sin embargo, la disposición transitoria decimocuarta de la carta fundamental expresa que dicha separación se iniciará solamente a partir de las elecciones de 2020. Ver PDF
Las prácticas culturales que arraigan aspectos nocivos de la democracia, como el clientelismo, la falta de transparencia o la corrupción no se resuelven exclusivamente con normas, pero sin éstas es prácticamente imposible llevar a cabo una genuina transformación”.
Esto significa que el 15 de mayo de 2016, que será el tercer domingo, se elegirán el mismo día unos 3,500 cargos (presidente, vicepresidente, legisladores y autoridades municipales), algo inédito en el país desde 1994.
¿Y por qué importa, desde ahora, pensar en las elecciones de 2016? Les doy tres razones entrelazadas.
Primero, porque la elección será política y logísticamente compvaleja, por lo que ‒dada la erosión de credibilidad que han sufrido nuestros
pasados certámenes‒ resulta fundamental para el avance de nuestra democracia
transitarla con un mayor grado de legitimidad. Podría argumentarse que los
últimos resultados electorales han reflejado la realidad del voto emitido, pero
sería inaceptable razonar que hubo equidad, transparencia o control de los
actores políticos durante las interminables campañas.
Segundo, porque carecemos de una ley de partidos políticos que
obligue a estos actores a democratizar sus procesos internos y a transparentar
todo, incluyendo sus finanzas, como establece el artículo 216 de la
Constitución. También carecemos de una ley que reglamente el sistema electoral
en congruencia con las normas constitucionales de 2010 y que sustituya la
desfasada ley electoral 275-97.
Y tercero, porque ha existido una complicidad entre los tres
partidos que nos han gobernado en democracia (exceptuando el gobierno de Juan
Bosch), que ha fomentado, a través del borrón y cuenta nueva, una cultura de
impunidad. Por este motivo, entre otros, los déficits fiscales, una constante
en años electorales desde 1966, han llegado en 2008 ‒pero en particular en
2012‒ a adquirir una magnitud sin precedentes; enquistándose en nuestro sistema
político como un mal inevitable que la sociedad en su conjunto siempre termina
pagando, sin que ningún político, nunca, reciba un castigo ejemplar por violar
las leyes económicas y financieras que nos rigen.
En un excelente análisis titulado “Deuda Pública: El Caso de
R.D.”, el economista Ernesto Selman, vicepresidente ejecutivo del CREES, dice
que “el incremento reciente de la deuda pública es consecuencia de importantes
déficit fiscales, principalmente durante los últimos cinco años”, y añade que
en las campañas electorales de 2008 y 2012, se expandió el gasto público en 38%
y 40%, respectivamente.
Desde 2000, los déficits han sido financiados, en parte, por
aumentos tributarios, pero como señala Ernesto, “las siete legislaciones que
incrementaron tasas de impuestos e introdujeron nuevas figuras impositivas (…)
no generaron los ingresos fiscales suficientes para cubrir un cada vez mayor
gasto público”, como estamos experimentado ya, en relación con el parche de
2012.
Las prácticas culturales que arraigan aspectos nocivos de la
democracia, como el clientelismo, la falta de transparencia o la corrupción no
se resuelven exclusivamente con normas, pero sin éstas es prácticamente
imposible llevar a cabo una genuina transformación.
La ley de partidos políticos y la ley electoral, proyectos que
avanzan lentamente en el Congreso, requieren un nivel de atención mayor de
parte de los ciudadanos, pues los políticos dominicanos se han acostumbrado a
una rendición de cuentas mínima y a no sufrir consecuencias cuando no cumplen
con lo estipulado por la ley, como, por ejemplo, con los resultados de las
auditorías de la Cámara de Cuentas sobre la disposición de la contribución
económica del Estado a los partidos.
Existe una ventana de oportunidad de un año y medio, como
máximo, para la aprobación de las leyes citadas. Si llegamos a las elecciones
de 2016 sin su adopción, podrían darse las condiciones para una tormenta
política “perfecta” y un déficit fiscal de proporciones épicas
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